Desde algún punto del país…

«Mi nombre es Carolina, hija de Eduardo y Verónica. Tengo 16 años y hace algunos años, mi padre, Eduardo, murió de una infección en el hospital X. No se veía grave, pero mi papá siempre pensó que si algo te pasaba debías hacer algo al respecto, el cuerpo da señales y es muy negligente sólo ignorarlas, no se trata de detener tu vida, hacer escándalo para no ir a trabajar o hacer algo, no, es tomar con respeto a aquello que te permite hacer todo eso: tu cuerpo. En congruencia con eso, decidió ir al médico por si tenía la suerte de que lo atendieran. Mi padre no iba mucho al médico, porque sabía cómo funcionaba y porque tampoco quería quitarle oportunidades a otros, sólo iba cuando era algo que él no pudiera -o supiera- manejar. Como dije, no se veía grave, que es uno de los requisitos necesarios para ver si consideran el tomarte en cuenta; y como no se veía grave, pues no lo tomaron en cuenta. Un mes después, mi padre murió. No hubo nada más que hacer, murió, su infección empeoró progresivamente y de pronto, recibimos una llamada del trabajo diciendo que él se había estado sintiendo mal, cuando llegamos, ya había muerto.

Tras el examen médico, vieron que tenía una infección porque se le había perforado una parte del riñón. Era una condición genética, una malformación, que de pronto apareció y ocasionó la tragedia.

Con mi mamá decidimos juntar plata para hacernos una revisión al Carlitos y a mí. Mi mamá estaba destrozada, mi papá era su mundo, era nuestro mundo, pero ella «apechugó» y decidió no desmoronarse y poner su esfuerzo en que nosotros estuviéramos bien. Yo hice unos pitutitos por ahí, hice aseo, trabajé de secretaria, cuidé niños, mascotas, por nombrar algunos.

Juntamos una enorme cantidad de plata, fueron 3 años de ahorros entre las dos, alrededor de un millón de pesos, ¿para qué? Para hacernos a mi hermano y a mí unos exámenes de «rutina» para saber si teníamos la misma falla que mi papá. No pasó mucho tiempo entre que conseguimos la plata e hicimos el examen, los resultados también estuvieron pronto, todo en menos de un mes. Yo estaba bien, la ecografía y los otros exámenes salieron bien; mi hermano no tuvo tanta suerte. Carlitos mostró una extraña masa en esa parte y sus riñones estaban inflamados. Entre los distintos especialistas y exámenes, para cuando ya teníamos el «diagnóstico» ya no quedaba dinero. Mi hermano necesitaba una operación aún más cara que lo que ya habíamos gastado entre los dos y sólo se realizaba en clínicas. ¿Qué hacer? Preguntamos cuáles eran nuestras opciones, el médico dijo que si no lo hacíamos pronto necesitaría un trasplante, porque era una situación muy riesgosa. Pusimos a mi hermano en una lista de trasplante mientras veíamos si podíamos donarlos nosotras.

Casi al mismo tiempo que todo esto sucedía, me di cuenta de que en los noticiarios algo se estaba robando la atención. Una joven de 15 años, María Luisa, se encontraba en una situación similar. Seguí el caso, tal vez una parte morbosa de mí me llevó a hacerlo, no lo hacía exhaustivamente, pero si aparecía ante mí, me informaba. María Luisa, la Luchita, no estuvo más de un mes esperando un trasplante. La cantidad de apoyo, mensajes, fotografías, espacio televisivo, eran impresionantes. Yo miraba a mi hermano, jugando en el patio, al cual a veces le daban unos dolores agudos que le eran insoportables y en lugar de estar en un hospital, tenía que estar en la casa bajo el cuidado de una adolescente.

Nos llamaron un lunes para decirnos que no podíamos ser nosotras las donantes. Mi mamá estaba devastada. Yo ya no sabía cómo más ayudar, seguí trabajando para conseguir dinero por si era necesario o si aún era posible la operación. Mientras tanto, el caso de la Luchita era noticia nacional.

Motivada por todo lo que obtuvo esa familia al hacer público su problema, fui con mi mamá y una amiga a varios canales. Ese fue un momento doloroso, nos trataron de muchas cosas, nos ignoraron, nos miraron como ladronas. En una ocasión los escuché diciendo: «tssh, uno le da la mano y se agarran enteros, má’ ordinarias má’ encima… No como la chiquilla esta, quien va a querer donarle algo a esta gente, má’ encima feas». Me llené de mucha rabia, de impotencia y de pronto vi que de eso se trataba todo, no era una familia luchadora, era una familia «bonita y con plata», por eso tenían tanta cobertura y tal vez, sólo por eso obtuvieron ese trasplante.

Dos meses después, tras su trasplante, la Luchita murió de todas formas, su cuerpo rechazó la donación. Mi hermano, para ese entonces, ya había muerto, al igual que mi papá.»

Desde una realidad muy común pero nada visibilizada. Nunca tuve sentimientos negativos hacia esa familia, es su herramienta, hicieron lo que pudieron con lo que tenían. Mi rabia es a hacia el país, hacia lo mal que se hacen las cosas, hacia la gente que perpetúa estas diferencias entre «bonito/feo-rico/pobre», hacia aquellos que se llenan la boca de nacionalismo pero cuando ven a alguien que no es de apellido o apariencia europea se deshacen en halagos y poco amor propio, hacia las injusticias, hacia la gente que se cree superior sólo porque hoy «está bien».

Deja un comentario